domingo, 29 de agosto de 2010

Naif

Cuando nos quedábamos en silencio con Vicky nos mirábamos y reíamos, presos de sentimientos que eran caminos sin retornos, vagos y sin sentidos. Tirados en el piso escuchando discos viejos y hablando de películas improbables con protagonistas perdedores y doncellas horribles podíamos dormirnos como idiotas que desconocen la existencia del tiempo, del mundo y de la vida. Ah, esos eran los buenos días, cuando ella llegaba y una sonrisa le iluminaba la cara y parecía que ella podía cerrar mis heridas con el chasquido de sus dedos-con las uñas comidas en impacientes esperas de colectivos, o en libros con finales tristes-. Y ella improvisaba algún poema sin ritmo ni rima, en el que el final era una palabra extravagante que emplearía durante todo el día y que jamás volvería a usar, como si pudiera cansarse del significado de las cosas. Y tal vez eso era ser feliz: su remera con florecitas casi imperceptibles, sus manos guiándome en el ballet mas torpe de la historia, las luces que disparaban flashes de imperfecciones sobre nuestros cuerpos, y entonces la oscuridad, como un perdón divino o una memoria perezosa que olvida todos los rencores, nos volvía impunes a los crímenes cometidos contra la estética. Y entonces nos amábamos con la furia de un amor demencial, con ese ardor que nos hacia sentir que nuestras pieles no eran sino un obstáculo que entorpecían el placer. Ah, los buenos días, cuando soñar era despertarse a su lado y ella que abría los ojos y me contaba los detalles de sus sueños con cenas de golosinas y países en los que nunca salía el sol. Yo amaba cuando Vicky se mordía los labios y miraba hacia arriba si yo no entendía sus relatos oníricos. Y ella que se enojaba como una nena que se siente incomprendida frente a un mundo adulto que esta demasiado ocupado para pensar en los sueños y apartaba la cara y la mirada se le perdía detrás de cualquier objeto. Y de pronto entendía que yo no la entendía, que la imaginación no era lo mío: tan acostumbrado a no decir nada frente a extraños en un ascensor. Entonces desafinaba alegremente alguna canción, ridiculizándose para que yo no me sintiera tan chato, tan aburrido, tan mediocre. Ah, los buenos días, cuando bastaba que ella me mirara para que yo, que siempre andaba perdido, me sintiera encontrado. Y tal vez, eso fue lo que siempre ame de Vicky: que ella era como un lugar del que nunca debía partir.

No recuerdo cuando fue que los días empezaron a parecerse entre si y ella empezó a dejar de quererme. La historia oficial, la que le contamos a nuestros amigos, dice que terminamos de “común acuerdo”... Ese eufemismo que se usa para evitar herir el orgullo del abandonado: en toda relación, siempre hay uno que quiere más que el otro: el amor no se termina de mutuo acuerdo. Si, yo la quise mas que ella a mi: yo fui el que se abandono, el que, en noches de desesperación, se perdió en lugares como este (aunque no tan cálidos, eh), el que, a fuerza de tristezas se dormía borracho y soñaba con su regreso y cuando despertaba soñaba con morir. O el que veía su ausencia como el eco del dolor: un dolor que estaba condenado a repetirse en el tiempo y en el espacio y que con el paso de los días se incrementaba impiadosamente con una verdad que se hacia carne en mi espíritu: Victoria ya no regresaría… ya termino, eh.

El último día que nos vimos nos quedamos en silencio y no reímos. Ahí entendí. Sentí que en verdad esa era una despedida, que ya no habría vuelta atrás. Fui lo mas honesto que pude y le confesé-con esa culpa cursi que se nos da cuando estamos tristes y enamorados- que había sido la mujer de mi vida, que necesitaría la imaginación de cien guionistas para imaginarme un futuro sin ella, sin el perfume que dejaba en la almohada al levantarse o sin sus labios cálidos en madrugadas frías. Y que aunque me doliera, que se quedara tranquila que no seria la clase de ex que llama insistentemente. Que ese adiós era de verdad… Ella lloro un poco y me dijo que ahora volvíamos a la realidad, que la vida es impar y que por definición estamos solos. Y que amarse era eso: revelarse contra la soledad de los días y sentía que ya no podía hacer esa lucha a mi lado, que lo mejor era eso: dejarnos antes de que empezáramos a odiarnos y que todo lo que fuimos se arruine por lo que seriamos… Después de decirme eso bajó la mirada, como quien trata de esconder un sentimiento que lo avergüenza, tal vez ni a ella le convencieron sus palabras… La recuerdo caminando hacia la salida, con un paso cansino pero seguro, como afirmando en cada pisada la decisión de dejar un pasado atrás. Cuando llegamos a la puerta nos miramos y sentí un sudor frio en las manos, las llaves rebeldes se plantaron y no quisieron apurar la despedida. Nos reímos incómodos, nos reímos sabiendo que era la última risa que compartiríamos. Finalmente la abrace y le prometí que todo estaría bien. Vicky salió a la calle y de mi vida…

En ese momento ella se levantó de la cama, prendió la luz y se acerco a Santiago, que se sintió intimidado ante la proximidad de su cuerpo semidesnudo.

-No hace falta que me pagues, si queres podes irte sin consumir- le dijo. Él se quedo en silencio y busco el dinero en sus bolsillos. Levanto la mirada para mostrarse lo mas sincero posible.

- Yo no te quiero consumir

- No hay problemas. Te podes ir sin pagar…Tenias el último turno hoy, no me hiciste perder ni tiempo ni dinero: me gustó tu historia. Me caíste bien. En serio. Siento que no estas en condiciones de hacer nada, te lo digo por tu bien. Es mejor que vengas otro día- dijo ella y su voz se tiño de dulzura.

Él saco de su bolsillo trasero 125 pesos. Vacilo un poco: sabía que no era la solución, que el amor es otra cosa, que no sabia bien que era pero que no era eso, y que mañana, cuando ella no estuviera, sentiría el mismo vacio de siempre. Se sintió muy naif: creer en el amor en esas circunstancias…

-No, deja, yo te quiero pagar- dijo él mientras se desabrochaba el cinturón.

Entonces Sofi apagó la luz.