domingo, 25 de octubre de 2009

Belén

Sebastián la señaló con los ojos, y desafiante, lascivo con la mirada, dijo “a que no te animas”. Yo, que en la practica de iniciar conversaciones tengo mi mayor asignatura pendiente-la otra es aprender a vivir-, un poco para demostrar que no me conoce tanto y otro poco alentado por la inmunidad del anonimato,- después de todo jamás volvería a verla- acepte el desafío .Pensé, con la impunidad que me ofrecía la superficialidad, que ella era una de esas mujeres que le hacen creer a uno que existe el amor a primera vista: tenia los ojos verdes, el pelo, levemente ondulado, caía sobre sus hombros como si fuera una brisa. Alta y esbelta, parecía salida de un cuento... En otras palabras, una mujer totalmente inalcanzable para quien esto escribe. Para graficarlo: si ella fuera Paris, yo seria uno de esos pueblos que de vez en cuando nos enteramos de su existencia y cuyos nombres nos provocan risa- más por ignorancia que por maldad-pero que luego volvemos a borrar de nuestras mentes. La euforia subsiguiente a la aceptación del reto había desaparecido. Ahora quedaba solo yo, deseando volver el tiempo atrás o al menos tener la boca más chica.
Debía tomar valor y lamentablemente, no se vende en los bares. Llame a la camarera, y le pedí lo primero que se me vino a la cabeza. Me sentí un idiota dando un parcial para ser idiota, casi como revalidando mi titulo. A ese paso, pronto obtendría mi doctorado en estupidez.
Sebastián, con una sonrisa casi morbosa dijo “no hace falta que lo hagas...Estaba bromeando”. Soy de los que creen que en toda broma se oculta una verdad: Sebastian jamás me apostaría algo que esta seguro que voy a hace.Él, aliado con mi timidez, como si fueran mejores amigos, disfrutaba de mi cobardía. Y ahí estaba yo, intentando a jugar a no ser yo, un juego del que nunca supe las reglas y del que nadie se tomo el trabajo de explicarme. Mire la hora, el reloj marcaba las 3:19 AM. “Temprano para fracasar” reí nerviosamente. Apure a la camarera. En su sonrisa denotaba el odio que le generaba. Bebí el trago con la velocidad y la angustia de un nene que vuelve, sediento y rotoso, de jugar y encuentra sobre la mesa, la chocolatada fría, sudando gotitas de sabor. Me manche un poco el hombro izquierdo. Ya estaba listo para perder.Me levante, verifique que el cierre de mi pantalón estuviera donde debía-solo puedo soportar un determinado nivel auto humillación- y busqué a Sebastian, tal vez deseando que me dijera otra vez que no era necesario, que había demostrado coraje, que ya tenía su respeto. El silencio de su semblante me decepcionó. Empujado por las circunstancias empecé a caminar hacia ella. Estaba tan nervioso como el día en el que la maestra de 4º grado me hizo leer un poema sobre San Martín frente a todo el colegio. Las viejas que aquella vez murmuraban se habían convertido en adolescentes que me herían con sus miradas, casi incrédulas, como quien mira a un ciego cruzar una avenida con semáforo en verde.Me sentí en cámara lenta, pensé que esto era algo que tendría que contar dentro de unas décadas, cuando luego de un par de años de sesiones de terapia, me pareciera gracioso. A alguien se le cayó una rodaja de limón en mi camino, sentí patinar pero rápidamente recupere la marcha.
Ella estaba en la barra. Se reía con una amiga, que me miro con la incomodidad con la que se mira a una cucaracha que se acerca inevitablemente. Mi autoestima estaba mas baja que el riesgo país. Se me cruzó la imagen de Gandhi resistiendo estoico las golpizas británicas…
Y finalmente llegue: se dio vuelta, quedamos cara a cara. Me pareció más hermosa de cerca, en su cara unas sutiles pecas dibujaban una inocencia casi prehistórica. Sus ojos verdes brillaban en la oscuridad del bar. La cercanía, ahora hacia que me sintiera más lejos de ella. Me quede mudo, como si alguien hubiese borrado el idioma castellano de mi cerebro. Era un espectáculo grotesco. “Te pasa algo…” me preguntó con la ternura con la que se trata a un subnormal. Mire a Sebastian, que reía a carcajadas. “Es hora de cambiar de amigos” me dije. “No”, respondí. En ese momento sentí un temblor, como si algo interiormente en mi había cambiado. Quizás el alcohol empezaba a hacer efecto. “Sobrio no te puedo ni hablar” le dije y probé sus gustos musicales. Me miro extrañada. Sé que pensó “pobrecito”. Los Redondos no figuraban en su discoteca. “Veo que no sos muy amante de la música” afirme. Y “vos que sabes” respondió agresivamente. No era bienvenido y me lo hacia notar. La ternura inicial se había convertido en un piedrazo de barra brava.
Como dije, iniciar una conversación es una de las tareas más espinosas para mí, “mucho mas arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara” diría Borges. Pensé en decirle eso, pero inmediatamente me sentí un ladrón y un nerd. Me dieron ganas de darme una patada, la voz de mi conciencia se reía con la ferocidad de una hiena, la lucha era muy desleal.
Hurgue mentalmente en mi “Manual del Mal Conversador” y pregunte su nombre. Se llamaba Belén. “Tenes cara de Belén” le mentí. “¿Que cara tenemos las que nos llamamos Belén?” interrogó. “No me la hagas mas complicada” le rogué desnudando mi mentira. En el aire se sentía el rechazo, su bronca por hacerla perder tiempo, su amiga que le decía algo en el oído. Se produjo un silencio incomodo, la conversación se caía, como pedazos de chatarra oxidada. En ese momento desee que existiera un Viagra que sirviera para levantar las conversaciones. Me mire a los pies, la cabeza gacha como un chico esperando un reto. “Y vos como te llamas” sorprendió. Mi ceja derecha se arqueo levemente.”De que tengo cara” desafíe. Me arrepentí al instante de preguntar. Quedaba latente la posibilidad de que me diga “de forro”. Me dijo que no era buena con las caras. “Dios tampoco fue bueno con mi cara” le dije y largo una carcajada. Me sentí reconfortado. En su sonrisa halle mi recompensa. Pensé que alguien con más derecho y mucho mas talento que yo, podría escribir una biblioteca completa sobre esa sonrisa. Se sentó, me dejo que fuera a su lado. No la iba a invitar un trago, prefería evitar esa costumbre disfrazada de falsa caballerosidad de algunos hombres: la quería sobria para que pudiera decidir. No le dije mi nombre al final, tampoco era importante: mañana, cuando yo ya sea pasado, no lo recordaría…

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